Palomas muertas

Hace un par de semanas, mientras llevaba a mi hijo de tres años a la guardería, nos encontramos a una paloma atropellada en mitad del camino. Francamente, hubiese preferido no prestarle atención, pero el niño la vio y quedó muy impresionado con ella.
– Ya no va a volver a volar ¿verdad, papá? – me preguntó con cara de entendido, y yo traté de cambiar el tema sin mucho éxito. Supongo que ese fue su primer contacto no televisivo con la muerte y, a pesar de mis buenas intenciones, me temo que no será el último. Luego, mientras lo dejaba en la puerta de la guardería, me explicó con aire filosófico – No te preocupes, así pasa cuando las palomas se mueren.
No pude menos que estar de acuerdo.
Ese mismo día, a la hora que pasé por el niño para traerlo a la casa, yo ya había olvidado el incidente de la mañana, pero él no. Cuando volvimos a pasar por el lugar del siniestro me pidió que buscáramos el cuerpecito aplanado y yo no quise negarme para no darle más importancia al asunto. Lo mismo hizo al siguiente día y también al que le siguió. Al tercer día tuve que cambiar de ruta, pues se me estaban acabando las frases de consuelo.
Aparte de la obsesión que aparentemente estaba causando en mi pequeñito, el tema de la paloma muerta me tenía sin mayor cuidado. Lo cierto es que las palomas están muy lejos de ser mis animales favoritos. Cuando niño viví una temporada relativamente larga en una casa muy vieja que estaba infestada de palomas. La lluvia de corucos que diariamente aterrizaban sobre mi cabeza, me convenció de que las palomas eran el equivalente a ratas con alas. Así que, por decirlo de alguna manera, nunca lloré por la muerte de la paloma. Por otra parte, el cambio de aires resultó refrescante tanto para el niño como para mí.
Todo hubiera estado muy bien, de no ser por que ayer encontramos no una, sino dos palomas apachurradas en nuestro nuevo camino. ¿Macabro? Si, y perturbador para ambos. Pero lo peor es que esta mañana el número de palomas muertas había ascendido a cinco. Tengo miedo de que pasado mañana tenga que pasar encima de una alfombra de palomas muertas para llevar a mi hijo a la escuela. Y más aún, tengo miedo de aceptar que vivo en un barrio horrible, en el que los desalmados vecinos disfrutan igual que yo aplastando palomas.